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Dolores Hidalgo | Director del Área de Economía Circular, Fundación CARTIF
La transición energética ha desencadenado una transformación profunda en el sistema productivo global, intensificando la demanda de tecnologías como paneles solares, aerogeneradores y vehículos eléctricos. Estos sistemas, esenciales para reducir las emisiones de gases de efecto invernadero, han traído consigo un cambio estructural en los flujos de materiales. Se trata de tecnologías intensivas en metales críticos como litio, cobalto, níquel, neodimio o disprosio, cuya extracción se asocia a elevados impactos ambientales, alta concentración geográfica y riesgos geopolíticos.
Según la Agencia Internacional de la Energía, desde 2010 la cantidad de minerales requeridos por unidad de nueva capacidad energética se ha incrementado en más de un 50 %. Esta tendencia no es coyuntural: las previsiones apuntan a un crecimiento continuo hasta 2050, impulsado por la electrificación del transporte, el despliegue masivo de renovables y la digitalización. En este contexto, el reciclaje se configura como una vía estratégica para asegurar el suministro de materiales esenciales, reducir la dependencia de mercados externos y avanzar hacia una economía circular baja en carbono.
Pero si bien estos equipos son símbolos de progreso ambiental, también representan una nueva categoría de residuos tecnológicos complejos, voluminosos y de alto valor estratégico. Su proliferación introduce una transformación no solo en los patrones de consumo de materias primas, sino también en la forma en que se conciben y gestionan sus componentes al final de su vida útil. Los residuos de baterías, paneles solares y aerogeneradores, lejos de ser un pasivo, pueden convertirse en fuente secundaria de materias primas críticas, contribuyendo a diversificar el abastecimiento y a mitigar los impactos ambientales de la minería primaria.