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Por María Gálvez del Castillo Luna | Oceanógrafa y Ambientóloga, CEO de Smart Blue Lab y Embajadora del Pacto Climático Europeo y querida colaboradora de IndustriAmbiente.
El cine ambiental ya no es solo divulgación: se ha convertido en una de las formas más poderosas y bellas de construir cultura oceánica. Eso fue exactamente lo que vi estos días en Gijón, en el Wild Oceans FilmFest: un lugar donde la belleza y la herida del mar conviven en la pantalla para recordarnos algo esencial —el océano no es un decorado, es la infraestructura biológica que sostiene la vida.
A pesar de décadas de investigación, seguimos conociendo apenas una fracción muy pequeña de nuestro planeta azul. El océano cubre cerca del 70 % de la superficie terrestre, alberga la mayor parte de la biodiversidad conocida y produce alrededor de la mitad del oxígeno que respiramos. Es termorregulador, es sumidero de carbono, es fuente de alimentos y de empleo. Y, pese a todo, el océano sigue siendo el gran ausente en la mayoría de las decisiones políticas y económicas. Cuando debemos tener claro que sin mares sanos, no hay transición ecológica posible.
El lema de este año, “la importancia de lo invisible”, no era solo poético: hablaba del plancton, de las microespecies, de las cadenas tróficas casi imperceptibles que sostienen el océano. Y hablaba también de algo más: de las historias invisibles que el cine puede volver visibles para toda la ciudadanía. Llegué al Bioparc Acuario de Gijón con la curiosidad de quien espera aprender tanto como aportar. El camino hasta allí es un recordatorio constante de la inmensidad del Cantábrico: un laboratorio azul abierto.
Tuve el privilegio de impartir una masterclass en la Facultad de Biología de la Universidad de Oviedo, compartir con jóvenes inspiradores en el Encuentro CONFINT Asturias por un Planeta Azul, y dialogar con estudiantes de formación profesional sobre Mares y costas sostenibles. Luego vinieron las proyecciones: un viaje emocional y sensorial que reafirmó mi convicción de que el cine es una herramienta de transformación.
Turtle Walker, de la productora de impacto Jill Ferguson, me conmovió profundamente. Su protagonista, Satish Bhaskar, encarna la paciencia y la tenacidad de quienes dedican su vida a proteger a los quelonios. Su historia trasciende fronteras y generaciones, recordándonos que la conservación se construye con tiempo, presencia y vínculo con el territorio. La película confirma que la ciencia de campo y el compromiso local siguen siendo pilares insustituibles para proteger especies y comunidades.
Más tarde, Ocean —con la inconfundible voz de David Attenborough y la dirección de Toby Nowlan— fue una llamada a la acción y, a la vez, una invitación a la esperanza. Sus imágenes alternan la celebración y la herida: la sobrepesca, el blanqueamiento de los corales, la pérdida de hábitats. En medio de esa dualidad pensé en cómo nuestras políticas públicas y decisiones empresariales pueden inclinar la balanza hacia la regeneración si actuamos con ambición y rigor científico. Esa mezcla de belleza y urgencia será, sin duda, el hilo conductor de mis próximas reflexiones sobre economía azul y restauración marina.
Los cortometrajes también brillaron por su potencia narrativa. Tahlequah the Whale nos enfrenta al duelo de una madre orca y a nuestra propia relación emocional con el mundo natural: el océano nos devuelve historias que despiertan empatía y responsabilidad. Mother Nature in the Boardroom plantea, en apenas unos minutos, una idea poderosa: ¿y si la naturaleza ocupara un asiento real en los consejos de administración? Una pregunta incómoda y necesaria para quienes defendemos una nueva gobernanza marina.
El festival no fue solo un ciclo de proyecciones; fue un espacio de encuentro y conversación. Escuchar a profesionales como Fernando González Sitges, Javier Díez, Jill Ferguson, Alex Avello, Paloma Martín, Odiel Rodríguez de la Fuente o Joaquín Gutiérrez Acha fue un privilegio. Todos comparten una certeza: mostrar la belleza de la naturaleza es una forma de resistencia, y el arte —cuando se une al conocimiento— puede cambiar percepciones, hábitos y decisiones.
En lo personal, impartir la masterclass me recordó por qué elegí dedicar mi vida a la sostenibilidad: mejorar el bienestar humano a través del cuidado del planeta. Hablé con los estudiantes sobre la economía azul, sobre las oportunidades que surgen en este nuevo paradigma y sobre la urgencia de transformar el conocimiento en proyectos que respeten los límites planetarios. Sus preguntas revelaron un interés genuino por la investigación aplicada, la innovación y el empleo verde. Esa mirada joven, crítica y curiosa es mi mayor fuente de esperanza.
Agradezco al Bioparc Acuario de Gijón y al equipo del Wild Oceans FilmFest por crear un espacio donde la cultura, la ciencia y la ciudadanía se encuentran; a la Universidad de Oviedo y su Cátedra de Cambio Climático por abrir sus puertas; y a todos los cineastas, investigadores y asistentes que llenaron las salas con sensibilidad y propósito.
Me marcho con la sensación de que el relato sobre el mar está cambiando: ya no es solo una historia de pérdida, sino una narrativa de oportunidad. Si aplicamos la ciencia, diseñamos políticas valientes y fomentamos alianzas público-privadas que prioricen la transición ecológica y energética, aún podemos reconciliarnos con nuestro planeta azul.
El cine tiene un papel esencial en ese proceso: emociona, sensibiliza y empuja a la acción. Lo vivido en Gijón me confirma que estamos construyendo una nueva cultura del mar, más ética, más inclusiva, más consciente.
Si algo se me queda grabado, es la mirada de los estudiantes al salir de la sala: expectantes, críticos, ilusionados y dispuestos a implicarse. Ese es el mejor legado de un festival como el WOFF: sembrar preguntas, activar voluntades.
Regreso con una convicción renovada: el relato sobre el mar está cambiando —de la nostalgia a la acción, de la pérdida a la esperanza. Gracias, Gijón. Gracias, Wild Oceans FilmFest, por recordarnos que a-mar el mar implica comprenderlo, cuidarlo e inspirar a otros a hacerlo.
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