por Manuel Pujadas Cordero, Centro de Investigaciones Energéticas, Medioambientales y Tecnológicas (CIEMAT) 5 de septiembre, 2025
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Manuel Pujadas Cordero, Jefe de la Unidad de Caracterización y Control de la Contaminación Atmosférica, Centro de Investigaciones Energéticas, Medioambientales y Tecnológicas (CIEMAT)

Tras la Segunda Guerra Mundial no resultó demasiado difícil consensuar a nivel internacional que el mantenimiento de la paz y la seguridad entre las naciones, el fomento del desarrollo económico y social y la promoción de la cooperación debían ser objetivos prioritarios y permanentes. La redacción y firma por representantes de 50 países de la Carta de las Naciones Unidas, en vigor desde el 24 de octubre de 1945, supuso la base fundacional de la Organización de las Naciones Unidas (ONU), cuya Asamblea General consensuó y adoptó, tres años después, la famosa Declaración Universal de los Derechos Humanos (DUDH).

Analizar los treinta artículos que constituyen ese imponente listado de derechos (políticos, sociales, económicos y culturales), capitales para todos los seres humanos, quizás nos permitiera identificar algunos otros que, dadas las circunstancias, no fueron considerados entonces prioritarios, aunque sin duda lo son.

Me refiero, por ejemplo, al derecho a respirar aire saludable o al derecho a beber agua realmente potable. Se podría decir que, por su naturaleza, ambos estarían implícitamente recogidos en el derecho a la vida, que lógicamente encabeza el listado de la DUDH. Pero lo cierto es que, casi 80 años después de aquella firma, para muchos millones de personas en todo el mundo se trata de aspiraciones tan básicas como inalcanzables.

Llegados a este punto y puestos a defender con decisión estos derechos tan primarios, antes resulta imprescindible definirlos y acotarlos técnicamente. Y para ello hay que responder a la siguiente cuestión: ¿en qué condiciones el aire o el agua dejan de ser aptos para el consumo? En una primera reacción podríamos pensar que se trata de una pregunta retórica porque su respuesta ya se conoce; sin embargo, nada más lejos de la realidad.

¿Qué es el aire?

Centrándonos en la primera parte de esa cuestión, conseguir establecer los límites físico-químicos mínimos que debe cumplir el aire respirable es un reto científico de primer orden.

El aire ambiente es una mezcla compleja de constituyentes, gaseosos y no gaseosos, que ha ido evolucionando a lo largo de la historia de nuestro planeta y que sigue en plena transformación.

La intuición llevó a Hipócrates (siglo IV a. e. c.) a relacionar ciertos problemas de salud con respirar aire “sucio”, pero no fue hasta el siglo XIX pasado cuando se comenzó a entender realmente qué era el aire y sus implicaciones.

Primero se identificaron los componentes gaseosos mayoritarios (nitrógeno, oxígeno y argón) y ya en el siglo XX se descubrió que estos se mantienen en proporciones bastante estables en la troposfera desde hace al menos 100 millones de años. Se identificó el papel del oxígeno como sostén de la vida aeróbica y, poco a poco, se fueron descubriendo otros muchos constituyentes minoritarios y sus diferentes papeles y efectos (sobre la salud humana, la biodiversidad, el clima, etc.).

Establecer este tipo de relaciones causales es una tarea muy compleja y en continua evolución que se viene desarrollando desde mediados del siglo XX, momento en el que nació el concepto de “calidad del aire”.

El Día Internacional del Aire Limpio

Gracias al trabajo de físicos y químicos atmosféricos, biólogos, médicos, ambientalistas, etc., se ha avanzado muchísimo en el conocimiento de la atmósfera, en general, y del aire ambiente y sus interacciones con la biosfera en particular. Esto ha permitido ir acotando los límites que deben establecerse para las concentraciones ambientales de aquellos constituyentes que por sus efectos negativos sobre la salud y el medio ambiente identificamos como contaminantes atmosféricos más peligrosos, como las partículas, el monóxido de carbono y el dióxido de nitrógeno.

Tras el inmenso golpe de la covid-19 en 2020, la ONU declaró el 7 de septiembre como el Día Internacional del Aire Limpio (“para un cielo azul”, según reza el eslogan). Seguramente, volver a constatar las terribles consecuencias de respirar en todo el mundo aire contaminado (en este caso biológicamente), contribuyó a esa decisión que, desde mi punto de vista, viene a reconocer implícitamente, por fin, la universalidad del derecho a respirar aire limpio y saludable.

Posteriormente, en 2022, la Asamblea General de las Naciones Unidas tomó una decisión histórica al reconocer que todos los humanos tenemos el derecho a acceder a un medio ambiente saludable. Esta vez el reconocimiento fue explícito y amplio, pero era “solo el principio”, como advirtió el secretario general de la ONU António Guterres, ya que requiere que todos los países apliquen medidas para “hacerlo una realidad para todo el mundo, en todas partes”.

Diferencias entre países

Décadas antes de este reconocimiento de la ONU, las recomendaciones de la Organización Mundial de la Salud (OMS) y de muchas agencias medioambientales de distintos países evidenciaron la necesidad imperiosa de controlar la presencia en el aire ambiente de ciertos contaminantes (actualmente: partículas PM10 y PM2.5, ozono, dióxido de nitrógeno, dióxido de azufre, monóxido de carbono, etc.).

Todo esto se fue implementando principalmente en zonas del mundo altamente desarrolladas, como EE. UU., Europa, Canadá, Japón, etc., a través de la adopción de estrictos marcos regulatorios y de fuertes mecanismos de control, tanto para las emisiones atmosféricas contaminantes de origen antrópico como para vigilar la calidad del aire, en un esfuerzo progresivo y permanente. Baste recordar, por ejemplo, que la última Directiva europea de Calidad del Aire es de octubre de 2024.

Fruto de estas iniciativas, la calidad del aire en esas áreas ha mejorado significativamente respecto a la existente hace cuatro o cinco décadas, y con ello la vida de muchísimas personas. No obstante, a estas alturas del siglo XXI, la experiencia cotidiana de otros muchos millones de personas, generalmente en países desfavorecidos y casi olvidados, es radicalmente distinta.

En esos entornos la calidad del aire, sencillamente, no es una prioridad y la población no puede ejercer su derecho básico a respirar con seguridad. En consecuencia, sus cifras de morbilidad y mortalidad prematura debidas a la contaminación del aire son escandalosas y periódicamente denunciadas por la OMS en informes oficiales demoledores.

Ante este panorama, no podemos resignarnos a que una gran parte de la población mundial siga sin poder ejercer el derecho básico a respirar un aire “razonablemente” limpio. Es inaceptable que desde su nacimiento muchísimas personas vean incrementar de manera continua e inexorable el riesgo de contraer enfermedades muy graves o de morir muy prematuramente por respirar sistemáticamente aire contaminado.

Por ello, los científicos e ingenieros tenemos que seguir trabajando sin descanso para mejorar la base de conocimiento en todos los aspectos relacionados con este problema y para encontrar soluciones urgentes. Como sociedad del siglo XXI, globalizada para tantas cosas, no deberíamos ignorar ni permitir este tremendo drama global.The Conversation

Manuel Pujadas Cordero, Jefe de la Unidad de Caracterización y Control de la Contaminación Atmosférica, Centro de Investigaciones Energéticas, Medioambientales y Tecnológicas (CIEMAT)

Este artículo fue publicado originalmente en The Conversation. Lea el original.

 

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